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miércoles, 30 de agosto de 2017

Ferrocarril y cine en Extremadura. Alejandro Pachón


El martes, 29 de agosto de 2017, Alejandro Pachón, Publicó un maravilloso artículo sobre el ferrocarril en Extremadura.

Lo hizo extrayendo imágenes de diferentes películas y de su historia personal en relación a los viajes que, en un pasado no muy lejano, se podían hacer por Extremadura y sobre estaciones y apeaderos que recordamos. El texto es ameno y sencillo y refleja su enorme cultura cinéfila y sus dotes maravillosas de escritor.
No es un texto más de los muchos que se han/hemos escrito para reivindicar el tren en Extremadura, es una aportación singular que me he permitido reproducir para su difusión. La comunicación física y cultural es fundamental para el desarrollo de las personas.
Ferrocarril y cine en Extremadura. Alejandro Pachón.
Ferrocarril y cine en Extremadura. Alejandro Pachón.
HOY, 29 de agosto de 2017


Dada la dificultades que pueda tener su lectura en esta imagen del HOY, los lectores pueden acudir a la página de hoy cliqueando en el título del artículo o en el texto a continuación que es copia del mismo.


Las reivindicaciones del colectivo ‘Milana Bonita’, que se unen a las de todos los extremeños que vivimos aislados del resto del mundo, nos hacen recordar ‘Los santos inocentes’, película que icónica e ideológicamente simboliza nuestra condición de marginados

ALEJANDRO PACHÓN RAMÍREZ
Doctor en Historia del Arte E Historiador y crítico de cine
Lunes, 28 agosto 2017.

Las reivindicaciones del colectivo ‘Milana Bonita’, que se unen a las de todos los extremeños que vivimos aislados del resto del mundo, de los que no podemos permitimos vuelos de avión, ni nos gusta o no queremos conducir y nos mareamos en un autobús en el que, probablemente, no haya un W.C. imprescindible para personas de ciertas edades, nos hacen recordar ‘Los santos inocentes’, película que icónica e ideológicamente simboliza nuestra condición de marginados.
Hay una paradoja en esta película que ahonda en nuestra frustración. Una de las secuencias de inicio es la llegada a la estación de Zafra del joven Quirce vestido de soldado mientras en el andén le espera su hermana Nieves. Luego se van a la cantina, donde la chica contará al muchacho las cosas que han ocurrido en su familia durante la estancia en la ‘mili’. Pues bien, en la época en la que transcurre la acción, años sesenta, había muchos más y mejores trenes en nuestra región que actualmente.
Uno, que es familia de ferroviarios y que por tanto viajaba gratis, hacía la ruta Mérida-Sevilla casi todas las semanas. Era un viaje de excesiva duración, teniendo en cuenta la distancia, pero en aquellos vagones de seis asientos –confortables sillones si se iba en primera clase–, se podía mirar el paisaje con la ventana abierta, dormir, estudiar o leer, comer y relacionarse. No era un tiempo perdido ni aburrido. Trenes en los que te podías bajar y subir en las estaciones, ya que, aunque arrancara y estuvieras tomando algo en la cantina, te daba tiempo a subirte sin esforzar mucho el paso.
Antes de que yo pudiera viajar solo, en el expreso de medianoche íbamos y volvíamos mi padre y yo de Mérida a Madrid en el día, a ver alguna película. El tren era nuestro hotel a la ida y a la vuelta. No se dormía mal en los asientos de primera. Por la mañana íbamos al Rastro, a la cuesta de Moyano o al Prado, comíamos en el autoservicio Tobogán, en la Puerta del Sol y luego a alucinar al Teatro Albéniz con su flamante sistema de Cinerama. Mi padre ferroviario disfrutaba tanto o más que yo en la secuencia de ‘La Conquista del Oeste’ en la que Richard Widmark intenta construir el «camino de hierro» pese a los ataques de los comanches y las estampidas de búfalos. Por no hablar del final, cuando el ‘marshall’ George Peppard intenta detener el atraco de Eli Wallach a un tren y que acaba con un descarrilamiento espectacular.
Luego aparecieron los Talgos a Madrid o el ‘Ruta de la Plata’ de Sevilla a Gijón, también con parada en Mérida. Habíamos vencido a los comanches y a los búfalos. La infinita pradera ya era navegable. Y de pronto, no recuerdo cuándo o no quiero recordarlo, todo se vino abajo. Nos quedamos aislados. Empezaron a aparecer ciudades fantasmas que antes estaban llenas de vida gracias al ferrocarril. Desolados apeaderos en ruinas. Casas para trabajadores de Renfe abandonadas.
Los que conocimos Mérida en los sesenta sabemos la importancia que tuvo el ferrocarril en la ciudad. La vitalidad y puestos de trabajo directos e indirectos que proporcionaba y, para los que éramos niños, las noches en la terraza del Cine Ferroviario, de cuyas berenjenas con su palo de hinojo y sus habas fritas ya he escrito en otras ocasiones. Para mí el iconema de aquel cine fue la película ‘Gigante’, en la que me enamoré de Elizabeth Taylor, cuando pasa su luna de miel con Rock Hudson en un tren nocturno y al amanecer su vagón es desenganchado en el apartadero privado del rancho Reata mientras bolas de arbustos llamadas «rosas de Texas» vuelan entre el polvo, con miles de vacas punteando un horizonte inacabable. En ese mismo apeadero y al atardecer descargarán el ataúd que trae al joven mexicano interpretado por Sal Mineo y muerto en la II Guerra Mundial.
En el cine español, cuando alguien llega a un pueblo, lo hace en autobús de línea –cestas con gallinas y maletas de cartón atadas con una soga– mientras que si es a una ciudad lo hace en tren. Sin embargo en las décadas de los cincuenta a los ochenta, un gran número de pueblos extremeños tenían su estación o su apeadero en servicio. Casi todos, incluido El Carrascalejo, el municipio más pequeño de Extremadura. Hay un nostálgico título, ‘El andén’ (Eduardo Manzanos, 1957), en el que Jesús Tordesillas hace de un jefe de estación a punto de jubilarse y cuenta la importancia que tenía el paseo desde el pueblo a la estación durante las veladas nocturnas y del andén como lugar público de esparcimiento que sustituía a la plaza del pueblo. En Villafranca de los Barros, cuando niños, tomábamos una especie de diligencia con caballos por la mañana temprano, el Coche de Correos, que nos acercaba a la estación. A la altura de la fábrica de aceite nos convertíamos en John Wayne disparando a los indios, hasta que llegábamos a la cantina –la estación de postas de nuestro imaginario Pony Exprés– donde mi abuelo se tomaba un café de puchero y una copa de anís charrasco entre el vapor de las máquinas y la niebla.
No soy de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero el caso del tren en Extremadura es una de las excepciones que confirman la regla. No sé si al paso que van las gestiones, me dará tiempo a disfrutar de las ventajas de los descuentos para jubilados. De momento, y visto el veranito que nos han dado, no utilizaré la Tarjeta Dorada, no sea que vaya a quedarme tirado en medio de un páramo mientras viene un autobús a recogerme desde el quinto pino, con destino incierto y sin retrete. Y puede que también nos asalten los apaches. Aunque creo que ya lo han hecho.




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